La luna llena apenas se apoyaba sobre el Cerro de la Buena Vista, cuando los ocho desconocidos cruzamos el arroyo, antes de subir por la cresta de la gran duna, en una fila india de sombras descalzas. Desde el cerro, el paisaje nocturno parecía de otro país, pero cuando bajamos y comenzamos a andar hacia el mar, atravesando campos llenos de vacas inmóviles como estatuas rodeadas de pequeñas lucecitas verdes, comprendimos que era de otro planeta. Atrás quedaba un pueblo dormido, Valizas, y adelante nos esperaba un pueblo despierto, Cabo Polonio. La caminata por la costa, junto al océano, sirvió para conocernos. Había en el grupo un bailarín de tango, una psicóloga, un comerciante, una profesora de literatura, un marino, un ingeniero, y claro, un escritor, todos juntos yendo hacia un faro que, lo supimos más tarde, era una advertencia para navegantes, como lo había sido siempre. Recién lo entendimos al amanecer, cuando al llegar al pueblo, el marino entró al agua y nadó bajo una luna a punto de extinguirse, y un faro que ya no latía cada doce segundos. La escena fue en cámara lenta y sin sonido, tan solo aquellos manotones mudos por la desesperación. Sin embargo, aquel trayecto de doce kilómetros, había sido suficiente para que, en este punto, todos supiéramos exactamente lo que había que hacer: tomarnos de las manos para formar una cadena de desconocidos destinada a llegar hasta el marino, y así, sacarlo de un océano erizado y furioso por nuestra soberbia. Finalmente, todo salió bien, y el marino nació de nuevo, llorando como un bebé. Lo que no sabíamos entonces, era que aquel encuentro resultó ser una metáfora de lo que vendría después: un pueblo unido para salir a flote en un pequeño país que no parece de este mundo.